Napoléon Bonaparte y la invención del enlatado

Napoleón Bonaparte enfrentó el problema del rápido deterioro de los alimentos durante sus largas campañas militares al impulsar una solución innovadora: la conservación de alimentos mediante el enlatado. A finales del siglo XVIII, la necesidad de alimentar a sus ejércitos en extensas expediciones, como las campañas en Europa y Egipto, lo llevó a buscar una forma de preservar los suministros por largos períodos sin que se echaran a perder.

En 1795, el gobierno francés, bajo el Directorio, ofreció un premio de 12,000 francos a quien desarrollara un método efectivo para conservar alimentos. Bonaparte, que asumió el poder tras un golpe de Estado en 1799 y proclamado emperador de Francia en 1804, respaldó esta iniciativa.

Nicolás Appert, conocido como el «padre del enlatado»

Fue el inventor, chef y destilador francés Nicolas Appert quien respondió al desafío. Appert desarrolló un método para conservar alimentos calentándolos en frascos de vidrio sellados herméticamente. En 1809, tras años de experimentación, presentó su método y ganó el premio.

Appert, sin conocer aún los principios microbiológicos, descubrió que al hervir alimentos en frascos de vidrio cerrados y mantenerlos herméticos, estos podían conservarse durante largos períodos. Aunque inicialmente se aplicó a frutas, verduras y carnes, este método sentó las bases para la conservación de pescado.

Aunque inicialmente se usaron frascos de vidrio, estos eran frágiles para las condiciones de guerra. Más tarde, en 1810, el inglés Peter Durand perfeccionó en Inglaterra la idea al patentar el uso de latas de hierro recubiertas de estaño (hojalata), que eran más duraderas y prácticas para los ejércitos. Napoleón adoptó rápidamente esta tecnología, y las latas comenzaron a usarse para abastecer a sus tropas con alimentos como carne, vegetales y sopas, que podían durar meses o incluso años sin refrigeración.

Este avance no solo resolvió el problema logístico de alimentar a las tropas en campañas prolongadas, sino que también marcó el inicio de la industria moderna de alimentos enlatados. Durante la campaña de Rusia en 1812, por ejemplo, aunque los problemas logísticos fueron enormes, el uso temprano de alimentos enlatados ayudó a mitigar en parte la dependencia de saqueos o suministros locales perecederos. Así, Napoleón transformó un desafío militar en un hito tecnológico que perdura hasta hoy.

Sin embargo, en esa época, el proceso de calentamiento se realizaba en baños de agua hirviendo (100 °C), lo que no era suficiente para eliminar todos los microorganismos resistentes, especialmente en productos de baja acidez como el pescado.

Louis Pasteur: los microorganismos deterioran los alimentos

En 1864, el microbiólogo francés Louis Pasteur demostró que los microorganismos eran los responsables del deterioro de los alimentos y que podían ser destruidos mediante calor. Este descubrimiento proporcionó la base científica para entender por qué el método de Appert funcionaba y cómo mejorarlo. El pescado, en particular, al ser un alimento de baja acidez (pH generalmente entre 6.0 y 7.0), es un medio ideal para el crecimiento de bacterias peligrosas como Clostridium botulinum, que produce la toxina botulínica y puede sobrevivir a temperaturas de ebullición normales.

Charles Chamberland: el autoclave

El autoclave, inventado por Charles Chamberland en 1879 (aunque versiones previas existían desde mediados del siglo XIX), permitió calentar los alimentos a temperaturas de 121 °C o más bajo presión de vapor. Esto aseguró la destrucción de esporas bacterianas resistentes, algo esencial para la seguridad de las conservas de pescado. Las primeras aplicaciones industriales del autoclave en la conservería se desarrollaron en Europa y Estados Unidos a finales del siglo XIX, especialmente en países con fuertes industrias pesqueras como Francia, España y Portugal.

Émile Pierre-Marie van Ermengem y el Clostridium botulinum

El Clostridium botulinum fue identificado por primera vez en 1895-1897 por el microbiólogo belga Émile Pierre-Marie van Ermengem, en el contexto de un brote de botulismo en Ellezelles, Bélgica. Este brote ocurrió tras el consumo de jamón crudo en salazón mal conservado durante un banquete. Van Ermengem aisló el microorganismo anaeróbico a partir de muestras del jamón y de los tejidos de las víctimas fallecidas, demostrando que producía una toxina letal. Aunque este caso no estaba directamente relacionado con conservas de pescado, estableció a C. botulinum como un patógeno peligroso asociado con alimentos mal procesados.

En su investigación, van Ermengem también observó que las esporas de este bacilo eran notablemente resistentes al calor, lo que planteó las primeras preguntas sobre los métodos de conservación existentes, como el calentamiento a 100 °C en baños de agua, que resultaban insuficientes para destruirlas.

Karl Friedrich Meyer y su investigación sobre la resistencia térmica del C. botulinum

La conexión específica entre Clostridium botulinum y las conservas de alimentos, incluyendo el pescado, se fortaleció en las primeras décadas del siglo XX, especialmente en Estados Unidos, donde la industria conservera estaba creciendo rápidamente. Un evento significativo ocurrió en 1919-1920, cuando brotes de botulismo relacionados con conservas de alimentos enlatados (como aceitunas y productos pesqueros) llevaron a una mayor atención científica y regulatoria.

El autoclave se usaba inicialmente más por eficiencia que por seguridad microbiológica específica, y solo con el tiempo se ajustó para operar consistentemente a 121 °C contra C. botulinum, tras aprender de los errores y avances científicos.

Fue en este contexto que investigadores estadounidenses, particularmente en la Universidad de California y en laboratorios asociados con la industria conservera, comenzaron a estudiar sistemáticamente la resistencia térmica de las esporas de C. botulinum. Uno de los pioneros fue el microbiólogo Karl Friedrich Meyer, quien, trabajando en California, investigó brotes de botulismo en la década de 1920. Meyer y sus colaboradores demostraron que las esporas de C. botulinum podían sobrevivir a temperaturas de ebullición (100 °C) durante horas, lo que explicaba los fallos en los procesos de enlatado de baja temperatura.

El pescado, al ser un alimento de baja acidez (pH > 4.6), se identificó como un medio particularmente propicio para el crecimiento de C. botulinum. Aunque no hay un único «lugar» donde se determinó por primera vez que este microorganismo era el más resistente en conservas de pescado, los estudios realizados en Estados Unidos por la National Canners Association (NCA) y el Bureau of Chemistry (precursor de la FDA) entre 1910 y 1930 fueron fundamentales. Estos organismos realizaron experimentos inoculando esporas de C. botulinum en latas de pescado (como sardinas y atún) y midiendo su supervivencia tras diferentes tratamientos térmicos.

Un artículo clave publicado en 1921 por Ernest W. Scott y otros investigadores de la NCA detalló la resistencia térmica de las esporas de C. botulinum en productos enlatados, incluyendo pescado. Estos estudios mostraron que se requerían temperaturas superiores a 100 °C (generalmente 115-121 °C en autoclaves) durante tiempos específicos para garantizar su destrucción, lo que llevó al establecimiento de los primeros estándares de procesamiento térmico que equilibraban seguridad y calidad organoléptica de las conservas de pescado.

Un avance clave fue el establecimiento del concepto de «valor Fo», introducido por la industria alimentaria en la década de 1920 y perfeccionado en los años siguientes. El Fo mide el tiempo equivalente de exposición a 121.1 °C necesario para lograr una reducción logarítmica específica de esporas.